domingo, 16 de junio de 2013



El Barrio Rojo de Ámsterdam huele a lubricante. Es un perfume dulce e intenso que llega a empalagar en el callejón Trompettersteg, donde hasta 16 burdeles con otras tantas putas se distribuyen en un espacio de poco más de un metro de ancho que se recorre en 20 pasos. A pesar de esta abundancia de mancebías, en esta calle no huele a sexo. Dentro de sus locales se folla día y noche; pero más allá de sus puertas sólo se proyecta la fragancia de un aceite que poco tiene que ver con cualquier fluido corporal.

Dicen las guías turísticas oficiales que este barrio es uno de los más permisivos del mundo con el sexo y las drogas. Esta afirmación tiene bastante de cierto, aunque no hay que considerarla como una verdad absoluta, pues en ocasiones da la sensación de ser un espacio con escenarios de cartón-piedra; un parque temático para crápulas alcoholizados que realmente está más acotado de lo que parece a simple vista. Pero precisamente en esos crápulas reside su encanto, pues más allá de lo genuino del barrio, sus calles atraen a golfos de todo pelaje que, mezclados con los turistas y los autóctonos habituales, crean un paisaje ciertamente curioso.

En un recorrido de pocos minutos se puede encontrar al tatuador neozelandés que espera, bote de cerveza en mano, a que lleguen las 10 de la noche para fotografiar la torre de la iglesia de Oude Kerk con su pintoresca cámara Olympus de 1971, curtida en batallas como la Guerra de Vietnam. A él, le parecen baratos los 50 euros que solicitan las putas por el servicio básico (mamada y polvo, en 15 minutos); y expresa su predilección por las de origen oriental con cierto tono baboso. Seguramente, los quinceañeros lampiños que corretean por las calles en grupos desordenados, entre risas y mirando de reojo a las chicas, darían tres dedos de la mano por tener ese dinero; o, al menos, por poder gastarlo en ese fin.


Alguno de ellos, cuando sea universitario, volverá y follará. Quizá lo haga con tanto ímpetu como ese veinteañero con gafas y pelo graso que, recién salido de un burdel, negocia el precio con la ocupante del de al lado, mientras la anterior observa la escena con cierta sorna. O quizá siga la estrategia de ese turista español que cuenta a su amigo mientras camina que le falta entrar con esta puta o con la otra para completar todas las de una calle. O quizá acuda con ese fin y no se atreva a consumar, acobardado por la voluptuosidad de las chicas. Adoptará entonces el papel de “el amigo que espera”, otro personaje habitual en el Barrio Rojo de Ámsterdam; y el cual alterna la mirada a su teléfono móvil con breves escrutinios de su entorno.

El ambiente de las grandes noches

Los fines de semana por la noche, esta zona alcanza su apogeo. Los turistas recorren lentamente y en fila india las calles más estrechas -abarrotadas-, como si de un desfile religioso se tratara; y comentan entre ellos sus impresiones (nada difíciles de adivinar ni, por supuesto, ingeniosas). Escuchan sorprendidos los cantos de sirena de las chicas que golpean el cristal con la uña, sonríen, guiñan el ojo o abren ligeramente la puerta, mostrándose receptivas. Saben que ninguna de ellas se dignaría ni tan siquiera a mirarlos si los encontrara por la calle, pero allí están, en bragas, vestidas de secretaria, de policía, de pistolera, de maestra o de alumna de falda corta de cuadros. Llamándoles, proponiéndoles sexo rápido, sin complicaciones, sin ataduras ni cortapisas. Un ejercicio anaeróbico, un par de gemidos fingidos y una media sonrisa a cambio de algunos de sus billetes. La mayoría de ellos rechaza su interesada proposición y sigue su trayecto. El resto se para, habla, gallea, negocia y, en algunos casos, entra en el burdel.



No faltan en estas calles los malos bebedores, los usuarios de drogas de diseño o, simplemente, los tontos de solemnidad. Estos últimos son de los que no tienen remedio, de los que echan tierra sobre sus desvelos a costa de enrabietar a las putas. Puede encajar en este grupo ese muchacho de 20 años que se acerca decidido a la puerta de un burdel para, cuando la chica abre la puerta, insultarla y seguir andando. A los componentes de la segunda de las colectividades, la de los amantes de los comprimidos de colores los sábados por la noche, se les reconoce bien, pues llevan gafas de sol en la oscuridad y, cuando se las quitan, quedan más pendientes de los colores de los lupanares que de lo que en ellos hay dentro.

Y en el tercer grupo, el de los alcohólicos, podríamos meter a tanta gente que nos harían falta diferentes secciones y subsecciones para clasificar a sus individuos. Una de ellas, estaría compuesta  por los neerlandeses que no repudian la zona y se acercan a sus pubs y a sus burdeles de vez en cuando para ver lo que allí acontece. Otra, por los grupos de maridos y mujeres que, después de la cena con postre, puro, copa, copa y copa echan un vistazo a la zona y hacen bromas sobre las chicas con cierto tono humillante. Y una tercera, estaría formada por los que eligen el Barrio Rojo como sede de su despedida de soltero y se maman vestidos de Elvis, de abeja, de vikingo, de payaso, de espermatozoide o de travesti. A ésta pertenecería ese inglés palurdo que recibe un buen chorro de agua de una de las putas después de despojarse de toda la ropa y aporrear el escaparate de un burdel con su flácido miembro viril.








Del plátano en la vagina al sexo más atlético

Pero el sexo en el Barrio Rojo de Ámsterdam va mucho más allá de los efectistas burdeles a pie de calle. También se ejecuta en unos cuantos locales que causan sorpresa en los turistas novatos y clara decepción en los parafílicos más exigentes. El más cacareado es De Bananenbar, en el cual los clientes tienen la opción, previo pago, de dar un masaje en aceite a una chica, introducirle un juguete sexual en la vagina y, como plato fuerte, comerse un plátano procedente de ese orificio. Desde luego, el nombre del bar anticipa su contenido.

Otro de los locales que más sexo ha visto es Casa Rosso, cuyo escenario es una rueda giratoria en la que se practica sexo en vivo. Puro atletismo en el que no hay rastro de orgasmo masculino ni femenino. Optan también por esta modalidad en Moulin Rouge, una versión más picante y menos higiénica que la del famoso cabaret parisino. No muy lejos de allí abre sus puertas Saow Thai, en el que camareras
tailandesas ligeras de ropa sirven bebida y comida picante, mientras bailan de forma sensual. Sobre ellas, una de las guías no-oficiales de turismo de Ámsterdam recomienda “no enamorarse” hasta cerciorarse de su sexo de nacimiento.


El que desee llevarse la diversión a casa también tiene un amplio abanico de opciones, a cual más pintoresca. En las tiendas de este barrio, se pueden encontrar desde los más convencionales disfraces eróticos de enfermera o policía; hasta sofisticados vibradores fluorescentes, dilatadores anales de formas inverosímiles, látigos de no menos de veinte puntas o esos embudos faciales destinados a ingerir fluidos ajenos de persona, animal o cosa. Por supuesto, la variedad de películas porno es abrumadora; y en un mero vistazo al escaparate de una sex shop se pueden encontrar filmes de los géneros más sibaritas, tanto reales como animados. BDSM, vintage, softcore, hardcore, gonzo, interracial, teen, MILF... Desde luego, nada que no se pueda encontrar en una simple búsqueda en Google, pero, en este caso, con ese toque romántico que otorga el formato físico.

No faltan en la zona los escorts donde se practica la prostitución. Están destinados a otro perfil de cliente, con más poder adquisitivo, lo que quizá les hace más similares a esos en los que se originó la prostitución regulada en Ámsterdam, en el siglo XIII, cuando algunas mujeres portaban faroles rojos o iluminaban con ese color las ventanas de sus casas y mancebías -estrictamente controladas por la “autoridad policial”- para ofrecer sus servicios a los hombres de negocios y marineros que llegaban a esta importante ciudad comercial. Resulta llamativo que en la puritana sociedad medieval europea esta profesión estuviera permitida, pero así era. Eso sí, con ciertas consecuencias para sus practicantes, pues eran consideradas mujeres sin honor, con la limitación de derechos que eso conllevaba.

Tampoco la prostitución en los Países Bajos ha sido una constante desde entonces, pues ha atravesado por momentos de prohibición, como en el siglo XVI con la ocupación española, aunque en la práctica también se seguía practicando en esa época, pues en la trastienda de algunas tabernas y cigarrerías se daba rienda suelta a esta actividad.

Los tentáculos de las mafias

En los últimos años, el número de estos locales se ha reducido de forma considerable en De Wallen, la zona del Barrio Rojo de Ámsterdam donde los hay en mayor número. ¿A qué es debido? Principalmente, a la acción de las mafias. Porque, a pesar de que desde 1988 las prostitución es una profesión legal en este país y quienes la ejercen son trabajadoras autónomas y pagan religiosamente sus impuestos, la larga sombra de las mafias se cierne sobre la actividad de muchas de ellas, principalmente, las procedentes de los países del este de Europa.

Hace 15 años, una comisión parlamentaria descubrió que una quincena de quienes regentaban negocios en este barrio guardaban relación con el mundo del hampa; y contaban con antecedentes criminales graves. La propia concejala del Partido del Trabajo (PvdA), Karina Schaapman, alertó de que tenía certezas de la miseria, la explotación y las palizas que recibían algunas de las chicas por parte de sus proxenetas. ¿Cómo lo sabía? Porque ella misma se había prostituido allí y conocía bien ese submundo. Como es evidente, no se prohibió esta actividad ni en la ciudad, ni en el país; pero se endurecieron los controles sobre los negocios del sexo; hasta el punto de que sólo en 2006 el entonces alcalde amsterdamés, Job Cohen, denegó la licencia de actividad a 30 burdeles.

Hoy, reina una aparente tranquilidad en la zona, en este sentido; y se ofrece seguridad tanto a las putas, como a sus clientes. A las primeras, se les garantiza una mínima protección (legal) en su desempeño, por la cual, si pulsan un botón del pánico ubicado dentro de su burdel, obtienen la rápida ayuda de un gorila dispuesto a deshacerse de inmediato del putero molesto. A estos, se les brinda la posibilidad de informarse sobre todo lo relacionado con la prostitución en el PIC, un centro sobre esta actividad sito en el mismo barrio.

¿Han sido estas medidas eficaces para mejorar la situación de las prostitutas del Barrio Rojo? Quizá en lo que respecta a su seguridad con los cliente, sí. Pero, ¿abandona una mafia un negocio rentable por el mero hecho de que se endurezcan relativamente los controles sobre él? ¿Han buscado estas organizaciones criminales algún subterfugio para seguir lucrándose a base de explotar a las chicas? ¿No hay rufianes detrás de algunas chicas? He aquí las cuestiones y las sombras de vergüenza que siempre planearán sobre los centenarios burdeles de este barrio.

La planta de las sonrisas y el “coca-speed-extasis, my friend”

Legislar sobre drogas es un asunto peliagudo. Si un país es permisivo con ciertas sustancias que sus vecinos tienen restringidas, corre el riesgo de convertirse en el granero de las mafias y en el destino vacacional ideal de los turistas que las usan de forma recreativa. Es cierto que, en esta situación, en cualquier lugar surgiría un nuevo mercado que generaría riqueza, pero también aumentaría la factura de los daños materiales y de salud que provoca el consumo de drogas. Por contra, si un país las prohíbe, puede estar seguro de que el contrabando y la criminalidad aumentarán como consecuencia de la proliferación de organizaciones criminales.

Todos los países occidentales son permisivos con alguna droga; y todos se ven obligados a destinar partidas presupuestarias anuales más o menos elevadas para reparar los daños que provocan. Con el tiempo, muchas de esas sustancias pasan a formar parte de los rituales sociales y se emplean con naturalidad. Probablemente, lo primero que se le venga a la cabeza al lector sea el alcohol o el tabaco; pero sobre los estantes de las farmacias también se ubican algunas drogas legales empleadas contra las denominadas “enfermedades de la vida moderna” que cumplen exactamente los mismos patrones que los narcóticos ilegales.

Lo que diferencia a los Países Bajos de los Estados de su alrededor es que aquí es legal la marihuana, así como algunas de esas sustancias “suaves” que se ingieren para “explorar la propia conciencia”. Su legislación sobre drogas duras es más punitiva que la de varios de sus vecinos, pero con las blandas se muestra muy permisivo. ¿Eso quiere decir que la cocaína, el MDMA o la heroína no existen en su territorio? En absoluto.

Basta con dar un paseo por el Barrio Rojo para comprobar que el tráfico de estas drogas es común en Ámsterdam. Generalmente, lo llevan a cabo camellos africanos que se plantan en cada esquina de las principales vías del barrio (Oudezijds Achterburgwal y Oudezijds Voorburgwal) y, entre susurros pronunciados decididamente, ofrecen a los caminantes “coca-speed-extasis”. Tardan aproximadamente medio segundo en pronunciar la frase y lo hacen cada vez que pasa por delante de ellos alguien al que consideran un cliente potencial, es decir, un turista joven en un grupo pequeño de amigos.

En estas grandes calles, los traficantes suelen tener ciertas precauciones, pues saben que la policía está al acecho y podría echarlos el alto o, peor, registrarlos (algo frecuente). Sin embargo, cuando ven que los turistas se adentran entre las callejuelas del interior del barrio, los siguen y les explican apresuradamente su carta de servicios y las condiciones de su género. Incluso se lo enseñan, sin necesidad de que así se lo soliciten. ¿Tienen éxito con sus ventas, a pesar de que en Ámsterdam son legales otras drogas? Basta detenerse unos minutos en cualquiera de estas calles para comprobar que el ritmo del menudeo es constante.



El efímero carné de fumador

El primer día de 2012, entró en vigor una nueva normativa sobre drogas en la ciudad por la que se restringía la venta de drogas a los turistas. Se creaba una especie de tarjeta de cliente de los coffee shop a la que, en principio, sólo podían acceder los residentes mayores de 18 años. Pues bien, la medida tan sólo estuvo en vigor un año, dado que tanto los vecinos de la zona como las autoridades alertaron del incremento del menudeo que había tenido lugar. En este caso, también se puede aplicar la fórmula anterior: cuanto más restrictiva es una ley sobre drogas, más proliferan las mafias y la criminalidad asociada a ellas.

Las autoridades de la ciudad calculan que de los siete millones de turistas que reciben al año, 1,5 lo hacen exclusivamente para visitar los locales donde es legal la venta de marihuana. Sólo en la capital hay 200 coffee shop, de los que una buena parte se encuentran en el Barrio Rojo. En calles como Warmoesstraat, coexisten a pares, hasta el punto de que se llega a mezclar el humo que sale de uno con el del que se encuentra frente a él.

El más visible de la zona es el Bulldog, un poliédrico negocio con hotel, coffee shop, smartshop y tienda de cachivaches para los “fumetas”. Su cafetería está vigilada constantemente por un portero que veta la entrada a los menores y a todo aquel que no vea en condiciones de consumir marihuana de forma pacífica (a medianoche de un sábado, este trabajo es realmente arduo). Es un local ladrillado y de luz tenue, que posee un ambiente espeso y poco confortante. En sus mesas de banquetas altas y en sus sillones, se acomoda un público joven, en el que se mezclan amantes del cannabis con nobeles a los que les mueve la curiosidad. Resulta complejo ver aquí a uno de esos neerlandeses espigados, pálidos y de cabello rubio, por lo que no es difícil deducir que el local sirve más de atracción turística que de tasca para los lugareños.

Al lado de la puerta, un mostrador de estanco sirve de punto de venta de la marihuana. En su parte superior, un instructivo papel plastificado informa a los interesados de los tipos de marihuana, de su precio y de su efecto concreto. Éste, puede ser estimulante, como el de la variedad White Widow o el de la White Russian; o puede ser relajante, como el de la Ace of Spades (un híbrido entre el cannabis y las hojas de limón y otros árboles frutales). El precio de 1,5 gramos de la mayoría de ellas oscila entre los 12 y los 15 euros; aunque existen algunos tipos especiales en los que esa cantidad puede llegar a los 20 (en este coffee shop). Para evitar el tráfico de drogas, a cada cliente se le suministra un máximo de 5 gramos.




La agencia de viajes interiores

A pocos pasos de allí, se encuentra la smartshop del Bulldog, una de las muchas que hay en la ciudad; y donde se vende una mezcla de semillas, productos energéticos y sustancias “para conocerse por dentro”. La mayoría de estas tiendas suele anunciarse con un cartel en forma de seta luminosa en la fachada; y sus escaparates están repletos de esa extraña iconografía que se relaciona con las drogas introspectivas, y que incluye brujas, duendes, seres mitológicos, rastafaris, lobos, símbolos orientales e hipnóticas espirales en blanco y negro.

Al igual que en las sex shop, el popper aquí es uno de los productos estrella. Esta sustancia (generalmente, nitrito de amilo o nitrito de alquino) se comercializa en un pequeño bote de unos 20 centilitros; y se consume por inhalación. El usuario acerca la nariz al bote por unos segundos, aspira con fuerza; y durante aproximadamente un minuto nota cómo le sube un repentino calor a la cabeza y se le relajan varios músculos del cuerpo. Además de un extraordinario limpiador de cabezales de radiocasete, también es un gran destructor de neuronas.

Los otros artículos de bandera de las smartshop son los hongos alucinógenos. Actualmente, sólo se venden los húmedos, cuyos efectos son sensiblemente menores que los de los secos. Estos últimos, se prohibieron hace unos años a consecuencia de sucesos como el que ocurrió en marzo de 2007, cuando una joven francesa de 17 años se tiró por un puente después de haber consumido esta droga natural. No fue el único hecho similar, pues otro joven turista se precipitó por una ventana tan sólo unos meses antes, en uno de esos “bad trip” tan temidos por los consumidores de estas sustancias; y que tantas ganas de lanzarse al vacío parecen levantar.

Normalmente, las setas alucinógenas se encuentran ubicadas en una pequeña estantería dentro de estas tiendas. Para que los usuarios sepan diferenciar los efectos de unas y otras, al lado de cada una se indica si tan sólo les hará reír, si les desatará pensamientos introspectivos, si les provocará una reacción estimulante; o si les llevará a uno de esos estados de trance en los que se pierde la noción de la realidad. En algunos casos, junto a cada tipo de hongo se incluirá un cartel con su acción específica sobre el organismo. En otros, se adjuntarán una divertidas caricaturas en las que se verá una cara carcajeándose, meditando, mareada o, directamente, con espirales sustituyendo a sus ojos.

Por norma, antes de la venta de los hongos, los regentes de las smartshop dan a sus clientes un tríptico para que lo lean y reflexionen. En él, se informa sobre las características de esta droga; y se les pide encarecidamente que no la consuman si están borrachos o si han fumado. Por forma y por lenguaje, recuerda a esos avisos legales que aparecen antes de las películas, salvo por la ausencia del logotipo del FBI.

Esos grupos de chicos que andan tan despacio

Los “viajeros” más prudentes, se acercan al Vondelpark a consumirlas, lejos del bullicio y de la marea de bicicletas del centro de la ciudad. Los expertos, las ingieren en ayunas para que así hagan un mayor efecto sobre su organismo; y no se alarman porque tarden una o dos horas en subir a su cabeza. Por supuesto, en sus mochilas incluyen abundante agua para hidratarse y alguna chocolatina para reponer su nivel de azúcar. Y, por si sobreviene el mal viaje, tampoco olvidan un par de latas de Coca Cola, pues muchos de ellos opinan (para otros, es una tontería) que bebiendo este refresco los efectos de las setas desaparecen antes.

Los más temerarios, o los que los consumen borrachos, directamente toman los hongos en el centro de la ciudad. No es raro ver por el Barrio Rojo a grupos de 4 ó 5 chavales desternillándose, mirando a su alrededor anonadados; o desplazándose al paso de la tortuga, muy juntos entre sí, zigzagueando como una oruga; y pronunciando frases inconexas.

Probablemente, se encuentren por el camino a esos jóvenes inconscientes que los amigos sacan en volandas de lugares como la cafetería del Bulldog, inertes tras haber sobrepasado su límite de fume de marihuana. La imagen es frecuente; y también se extiende a los pubs de las calles principales del Barrio Rojo, donde tan pronto se puede ver a un grupo de eufóricos ingleses vociferar el estribillo de “Ruby”, de los Kaiser Chiefs; como a un chaval en camiseta de manga corta, dormido y con el pantalón lleno de vómito recostado en las escaleras de entrada. La mayoría de los afectados, despertará a las pocas horas, sin consecuencias físicas aparentes. A los más autodestructivos -casos aislados-, los llevarán al hospital; y ahí será cuando el Estado neerlandés tendrá que abrir la cartera para subsanar los desperfectos de las drogas legales.

Al día siguiente, todo seguirá igual en el Barrio Rojo de Amsterdam. A las 10 de la mañana abrirán los coffee shops y a las 12 los bares y pubs. Algunos de los burdeles de Oudezijds Voorburgwal, donde por la noche vendían su cuerpo bellas mujeres de cuerpos esculturales, estarán ocupados por cincuentonas o travestis de sempiterno cigarro en la mano. Los señores alemanes de gorra azul, camiseta blanca, riñonera, cámara de fotos y mapa en la mano esperarán pacientemente a que el camión que limpia las calles con agua acabe su tarea para continuar su recorrido. En las mesas de los pubs donde por la noche tomaban el aire los más narcotizados se alternarán los tercios de Grolsch y los vasos de té y café. Y, cuando toquen las en punto y las y media, las campanas de la torre de Oude Kerk reproducirán alguna melodía de música popular reconocible.