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Essentials
miércoles, 17 de julio de 2013
domingo, 16 de junio de 2013
El Barrio Rojo de Ámsterdam huele a lubricante. Es un perfume
dulce e intenso que llega a empalagar en el callejón Trompettersteg, donde
hasta 16 burdeles con otras tantas putas se distribuyen en un espacio de poco
más de un metro de ancho que se recorre en 20 pasos. A pesar de esta abundancia
de mancebías, en esta calle no huele a sexo. Dentro de sus locales se folla día
y noche; pero más allá de sus puertas sólo se proyecta la fragancia de un
aceite que poco tiene que ver con cualquier fluido corporal.
Dicen las guías turísticas oficiales que este barrio es uno de los
más permisivos del mundo con el sexo y las drogas. Esta afirmación tiene
bastante de cierto, aunque no hay que considerarla como una verdad absoluta,
pues en ocasiones da la sensación de ser un espacio con escenarios de
cartón-piedra; un parque temático para crápulas alcoholizados que realmente
está más acotado de lo que parece a simple vista. Pero precisamente en esos
crápulas reside su encanto, pues más allá de lo genuino del barrio, sus calles
atraen a golfos de todo pelaje que, mezclados con los turistas y los autóctonos
habituales, crean un paisaje ciertamente curioso.
En un recorrido de pocos minutos se puede encontrar al tatuador
neozelandés que espera, bote de cerveza en mano, a que lleguen las 10 de la
noche para fotografiar la torre de la iglesia de Oude Kerk con su pintoresca
cámara Olympus de 1971, curtida en batallas como la Guerra de Vietnam. A él, le
parecen baratos los 50 euros que solicitan las putas por el servicio básico
(mamada y polvo, en 15 minutos); y expresa su predilección por las de origen
oriental con cierto tono baboso. Seguramente, los quinceañeros lampiños que
corretean por las calles en grupos desordenados, entre risas y mirando de reojo
a las chicas, darían tres dedos de la mano por tener ese dinero; o, al menos,
por poder gastarlo en ese fin.
Alguno de ellos, cuando sea universitario, volverá y follará.
Quizá lo haga con tanto ímpetu como ese veinteañero con gafas y pelo graso que,
recién salido de un burdel, negocia el precio con la ocupante del de al lado,
mientras la anterior observa la escena con cierta sorna. O quizá siga la
estrategia de ese turista español que cuenta a su amigo mientras camina que le
falta entrar con esta puta o con la otra para completar todas las de una calle.
O quizá acuda con ese fin y no se atreva a consumar, acobardado por la
voluptuosidad de las chicas. Adoptará entonces el papel de “el amigo que espera”,
otro personaje habitual en el Barrio Rojo de Ámsterdam; y el cual alterna la
mirada a su teléfono móvil con breves escrutinios de su entorno.
El ambiente de las grandes noches
Los fines de semana por la noche, esta zona alcanza su apogeo. Los
turistas recorren lentamente y en fila india las calles más estrechas
-abarrotadas-, como si de un desfile religioso se tratara; y comentan entre
ellos sus impresiones (nada difíciles de adivinar ni, por supuesto,
ingeniosas). Escuchan sorprendidos los cantos de sirena de las chicas que
golpean el cristal con la uña, sonríen, guiñan el ojo o abren ligeramente la
puerta, mostrándose receptivas. Saben que ninguna de ellas se dignaría ni tan
siquiera a mirarlos si los encontrara por la calle, pero allí están, en bragas,
vestidas de secretaria, de policía, de pistolera, de maestra o de alumna de
falda corta de cuadros. Llamándoles, proponiéndoles sexo rápido, sin
complicaciones, sin ataduras ni cortapisas. Un ejercicio anaeróbico, un par de
gemidos fingidos y una media sonrisa a cambio de algunos de sus billetes. La
mayoría de ellos rechaza su interesada proposición y sigue su trayecto. El
resto se para, habla, gallea, negocia y, en algunos casos, entra en el burdel.
No faltan en estas calles los malos bebedores, los usuarios de
drogas de diseño o, simplemente, los tontos de solemnidad. Estos últimos son de
los que no tienen remedio, de los que echan tierra sobre sus desvelos a costa
de enrabietar a las putas. Puede encajar en este grupo ese muchacho de 20 años
que se acerca decidido a la puerta de un burdel para, cuando la chica abre la
puerta, insultarla y seguir andando. A los componentes de la segunda de las
colectividades, la de los amantes de los comprimidos de colores los sábados por
la noche, se les reconoce bien, pues llevan gafas de sol en la oscuridad y,
cuando se las quitan, quedan más pendientes de los colores de los lupanares que
de lo que en ellos hay dentro.
Y en el tercer grupo, el de los alcohólicos, podríamos meter a
tanta gente que nos harían falta diferentes secciones y subsecciones para
clasificar a sus individuos. Una de ellas, estaría compuesta por los neerlandeses que no repudian la zona
y se acercan a sus pubs y a sus burdeles de vez en cuando para ver lo que allí
acontece. Otra, por los grupos de maridos y mujeres que, después de la cena con
postre, puro, copa, copa y copa echan un vistazo a la zona y hacen bromas sobre
las chicas con cierto tono humillante. Y una tercera, estaría formada por los
que eligen el Barrio Rojo como sede de su despedida de soltero y se maman
vestidos de Elvis, de abeja, de vikingo, de payaso, de espermatozoide o de
travesti. A ésta pertenecería ese inglés palurdo que recibe un buen chorro de
agua de una de las putas después de despojarse de toda la ropa y aporrear el escaparate
de un burdel con su flácido miembro viril.
Del plátano en la vagina al sexo más atlético
Pero el sexo en el Barrio Rojo de Ámsterdam va mucho más allá de
los efectistas burdeles a pie de calle. También se ejecuta en unos cuantos
locales que causan sorpresa en los turistas novatos y clara decepción en los
parafílicos más exigentes. El más cacareado es De Bananenbar, en el cual
los clientes tienen la opción, previo pago, de dar un masaje en aceite a una
chica, introducirle un juguete sexual en la vagina y, como plato fuerte,
comerse un plátano procedente de ese orificio. Desde luego, el nombre del bar
anticipa su contenido.
Otro de los locales que más sexo ha visto es Casa Rosso,
cuyo escenario es una rueda giratoria en la que se practica sexo en vivo. Puro
atletismo en el que no hay rastro de orgasmo masculino ni femenino. Optan
también por esta modalidad en Moulin Rouge, una versión más picante y
menos higiénica que la del famoso cabaret parisino. No muy lejos de allí abre
sus puertas Saow Thai, en el que camareras
El que desee llevarse la diversión a casa también tiene un amplio
abanico de opciones, a cual más pintoresca. En las tiendas de este barrio, se
pueden encontrar desde los más convencionales disfraces eróticos de enfermera o
policía; hasta sofisticados vibradores fluorescentes, dilatadores anales de
formas inverosímiles, látigos de no menos de veinte puntas o esos embudos
faciales destinados a ingerir fluidos ajenos de persona, animal o cosa. Por
supuesto, la variedad de películas porno es abrumadora; y en un mero vistazo al
escaparate de una sex shop se pueden encontrar filmes de los géneros más
sibaritas, tanto reales como animados. BDSM, vintage, softcore, hardcore,
gonzo, interracial, teen, MILF... Desde luego, nada que no se pueda encontrar
en una simple búsqueda en Google, pero, en este caso, con ese toque romántico
que otorga el formato físico.
No faltan en la zona los escorts donde se practica la
prostitución. Están destinados a otro perfil de cliente, con más poder
adquisitivo, lo que quizá les hace más similares a esos en los que se originó
la prostitución regulada en Ámsterdam, en el siglo XIII, cuando algunas mujeres
portaban faroles rojos o iluminaban con ese color las ventanas de sus casas y
mancebías -estrictamente controladas por la “autoridad policial”- para ofrecer
sus servicios a los hombres de negocios y marineros que llegaban a esta
importante ciudad comercial. Resulta llamativo que en la puritana sociedad
medieval europea esta profesión estuviera permitida, pero así era. Eso sí, con
ciertas consecuencias para sus practicantes, pues eran consideradas mujeres sin
honor, con la limitación de derechos que eso conllevaba.
Tampoco la prostitución en los Países Bajos ha sido una constante
desde entonces, pues ha atravesado por momentos de prohibición, como en el
siglo XVI con la ocupación española, aunque en la práctica también se seguía
practicando en esa época, pues en la trastienda de algunas tabernas y
cigarrerías se daba rienda suelta a esta actividad.
En los últimos años, el número de estos locales se ha reducido de
forma considerable en De Wallen, la zona del Barrio Rojo de Ámsterdam donde los
hay en mayor número. ¿A qué es debido? Principalmente, a la acción de las
mafias. Porque, a pesar de que desde 1988 las prostitución es una profesión
legal en este país y quienes la ejercen son trabajadoras autónomas y pagan
religiosamente sus impuestos, la larga sombra de las mafias se cierne sobre la
actividad de muchas de ellas, principalmente, las procedentes de los países del
este de Europa.
Hace 15 años, una comisión parlamentaria descubrió que una
quincena de quienes regentaban negocios en este barrio guardaban relación con
el mundo del hampa; y contaban con antecedentes criminales graves. La propia
concejala del Partido del Trabajo (PvdA), Karina Schaapman, alertó de que tenía
certezas de la miseria, la explotación y las palizas que recibían algunas de
las chicas por parte de sus proxenetas. ¿Cómo lo sabía? Porque ella misma se
había prostituido allí y conocía bien ese submundo. Como es evidente, no se
prohibió esta actividad ni en la ciudad, ni en el país; pero se endurecieron
los controles sobre los negocios del sexo; hasta el punto de que sólo en 2006
el entonces alcalde amsterdamés, Job Cohen, denegó la licencia de actividad a
30 burdeles.
Hoy, reina una aparente tranquilidad en la zona, en este sentido;
y se ofrece seguridad tanto a las putas, como a sus clientes. A las primeras,
se les garantiza una mínima protección (legal) en su desempeño, por la cual, si
pulsan un botón del pánico ubicado dentro de su burdel, obtienen la rápida
ayuda de un gorila dispuesto a deshacerse de inmediato del putero molesto. A
estos, se les brinda la posibilidad de informarse sobre todo lo relacionado con
la prostitución en el PIC, un centro sobre esta actividad sito en el mismo
barrio.
¿Han sido estas medidas eficaces para mejorar la situación de las
prostitutas del Barrio Rojo? Quizá en lo que respecta a su seguridad con los
cliente, sí. Pero, ¿abandona una mafia un negocio rentable por el mero hecho de
que se endurezcan relativamente los controles sobre él? ¿Han buscado estas
organizaciones criminales algún subterfugio para seguir lucrándose a base de
explotar a las chicas? ¿No hay rufianes detrás de algunas chicas? He aquí las
cuestiones y las sombras de vergüenza que siempre planearán sobre los
centenarios burdeles de este barrio.
Legislar sobre drogas es un asunto peliagudo. Si un país es
permisivo con ciertas sustancias que sus vecinos tienen restringidas, corre el
riesgo de convertirse en el granero de las mafias y en el destino vacacional
ideal de los turistas que las usan de forma recreativa. Es cierto que, en esta
situación, en cualquier lugar surgiría un nuevo mercado que generaría riqueza,
pero también aumentaría la factura de los daños materiales y de salud que
provoca el consumo de drogas. Por contra, si un país las prohíbe, puede estar
seguro de que el contrabando y la criminalidad aumentarán como consecuencia de
la proliferación de organizaciones criminales.
Todos los países occidentales son permisivos con alguna droga; y
todos se ven obligados a destinar partidas presupuestarias anuales más o menos
elevadas para reparar los daños que provocan. Con el tiempo, muchas de esas
sustancias pasan a formar parte de los rituales sociales y se emplean con
naturalidad. Probablemente, lo primero que se le venga a la cabeza al lector
sea el alcohol o el tabaco; pero sobre los estantes de las farmacias también se
ubican algunas drogas legales empleadas contra las denominadas “enfermedades de
la vida moderna” que cumplen exactamente los mismos patrones que los narcóticos
ilegales.
Lo que diferencia a los Países Bajos de los Estados de su
alrededor es que aquí es legal la marihuana, así como algunas de esas
sustancias “suaves” que se ingieren para “explorar la propia conciencia”. Su
legislación sobre drogas duras es más punitiva que la de varios de sus vecinos,
pero con las blandas se muestra muy permisivo. ¿Eso quiere decir que la
cocaína, el MDMA o la heroína no existen en su territorio? En absoluto.
Basta con dar un paseo por el Barrio Rojo para comprobar que el
tráfico de estas drogas es común en Ámsterdam. Generalmente, lo llevan a cabo
camellos africanos que se plantan en cada esquina de las
principales vías del barrio (Oudezijds Achterburgwal y Oudezijds Voorburgwal)
y, entre susurros pronunciados decididamente, ofrecen a los caminantes
“coca-speed-extasis”. Tardan aproximadamente medio segundo en pronunciar la
frase y lo hacen cada vez que pasa por delante de ellos alguien al que
consideran un cliente potencial, es decir, un turista joven en un grupo pequeño
de amigos.
En estas grandes calles, los traficantes suelen tener ciertas
precauciones, pues saben que la policía está al acecho y podría echarlos el
alto o, peor, registrarlos (algo frecuente). Sin embargo, cuando ven que los
turistas se adentran entre las callejuelas del interior del barrio, los siguen
y les explican apresuradamente su carta de servicios y las condiciones de su
género. Incluso se lo enseñan, sin necesidad de que así se lo soliciten.
¿Tienen éxito con sus ventas, a pesar de que en Ámsterdam son legales otras
drogas? Basta detenerse unos minutos en cualquiera de estas calles para comprobar
que el ritmo del menudeo es constante.
El efímero carné de fumador
El primer día de 2012, entró en vigor una nueva normativa sobre
drogas en la ciudad por la que se restringía la venta de drogas a los turistas.
Se creaba una especie de tarjeta de cliente de los coffee shop a la que, en
principio, sólo podían acceder los residentes mayores de 18 años. Pues bien, la
medida tan sólo estuvo en vigor un año, dado que tanto los vecinos de la zona
como las autoridades alertaron del incremento del menudeo que había tenido
lugar. En este caso, también se puede aplicar la fórmula anterior: cuanto más
restrictiva es una ley sobre drogas, más proliferan las mafias y la
criminalidad asociada a ellas.
Las autoridades de la ciudad calculan que de los siete millones de
turistas que reciben al año, 1,5 lo hacen exclusivamente para visitar los
locales donde es legal la venta de marihuana. Sólo en la capital hay 200 coffee
shop, de los que una buena parte se encuentran en el Barrio Rojo. En calles
como Warmoesstraat, coexisten a pares, hasta el punto de que se llega a mezclar
el humo que sale de uno con el del que se encuentra frente a él.
El más visible de la zona es el Bulldog, un poliédrico negocio con
hotel, coffee shop, smartshop y tienda de cachivaches para los
“fumetas”. Su cafetería está vigilada constantemente por un portero que veta la
entrada a los menores y a todo aquel que no vea en condiciones de consumir
marihuana de forma pacífica (a medianoche de un sábado, este trabajo es
realmente arduo). Es un local ladrillado y de luz tenue, que posee un ambiente
espeso y poco confortante. En sus mesas de banquetas altas y en sus sillones,
se acomoda un público joven, en el que se mezclan amantes del cannabis con
nobeles a los que les mueve la curiosidad. Resulta complejo ver aquí a uno de
esos neerlandeses espigados, pálidos y de cabello rubio, por lo que no es
difícil deducir que el local sirve más de atracción turística que de tasca para
los lugareños.
Al lado de la puerta, un mostrador de estanco sirve de punto de
venta de la marihuana. En su parte superior, un instructivo papel plastificado
informa a los interesados de los tipos de marihuana, de su precio y de su
efecto concreto. Éste, puede ser estimulante, como el de la variedad White
Widow o el de la White Russian; o puede ser relajante, como el de la
Ace of Spades (un híbrido entre el cannabis y las hojas de limón y otros
árboles frutales). El precio de 1,5 gramos de la mayoría de ellas oscila entre
los 12 y los 15 euros; aunque existen algunos tipos especiales en los que esa
cantidad puede llegar a los 20 (en este coffee shop). Para evitar el tráfico de
drogas, a cada cliente se le suministra un máximo de 5 gramos.
La agencia de viajes interiores
A pocos pasos de allí, se encuentra la smartshop del Bulldog,
una de las muchas que hay en la ciudad; y donde se vende una mezcla de
semillas, productos energéticos y sustancias “para conocerse por dentro”. La
mayoría de estas tiendas suele anunciarse con un cartel en forma de seta
luminosa en la fachada; y sus escaparates están repletos de esa extraña
iconografía que se relaciona con las drogas introspectivas, y que incluye
brujas, duendes, seres mitológicos, rastafaris, lobos, símbolos orientales e
hipnóticas espirales en blanco y negro.
Al igual que en las sex shop, el popper aquí es uno de los
productos estrella. Esta sustancia (generalmente, nitrito de amilo o nitrito de
alquino) se comercializa en un pequeño bote de unos 20 centilitros; y se
consume por inhalación. El usuario acerca la nariz al bote por unos segundos,
aspira con fuerza; y durante aproximadamente un minuto nota cómo le sube un
repentino calor a la cabeza y se le relajan varios músculos del cuerpo. Además
de un extraordinario limpiador de cabezales de radiocasete, también es un gran
destructor de neuronas.
Los otros artículos de bandera de las smartshop son los
hongos alucinógenos. Actualmente, sólo se venden los húmedos, cuyos efectos son
sensiblemente menores que los de los secos. Estos últimos, se prohibieron hace
unos años a consecuencia de sucesos como el que ocurrió en marzo de 2007,
cuando una joven francesa de 17 años se tiró por un puente después de haber
consumido esta droga natural. No fue el único hecho similar, pues otro joven
turista se precipitó por una ventana tan sólo unos meses antes, en uno de esos
“bad trip” tan temidos por los consumidores de estas sustancias; y que tantas
ganas de lanzarse al vacío parecen levantar.
Normalmente, las setas alucinógenas se encuentran ubicadas en una
pequeña estantería dentro de estas tiendas. Para que los usuarios sepan
diferenciar los efectos de unas y otras, al lado de cada una se indica si tan
sólo les hará reír, si les desatará pensamientos introspectivos, si les
provocará una reacción estimulante; o si les llevará a uno de esos estados de
trance en los que se pierde la noción de la realidad. En algunos casos, junto a
cada tipo de hongo se incluirá un cartel con su acción específica sobre el
organismo. En otros, se adjuntarán una divertidas caricaturas en las que se
verá una cara carcajeándose, meditando, mareada o, directamente, con espirales
sustituyendo a sus ojos.
Por norma, antes de la venta de los hongos, los regentes de las smartshop
dan a sus clientes un tríptico para que lo lean y reflexionen. En él, se
informa sobre las características de esta droga; y se les pide encarecidamente
que no la consuman si están borrachos o si han fumado. Por forma y por
lenguaje, recuerda a esos avisos legales que aparecen antes de las películas,
salvo por la ausencia del logotipo del FBI.
Los “viajeros” más prudentes, se acercan al Vondelpark a
consumirlas, lejos del bullicio y de la marea de bicicletas del centro de la
ciudad. Los expertos, las ingieren en ayunas para que así hagan un mayor efecto
sobre su organismo; y no se alarman porque tarden una o dos horas en subir a su
cabeza. Por supuesto, en sus mochilas incluyen abundante agua para hidratarse y
alguna chocolatina para reponer su nivel de azúcar. Y, por si sobreviene el mal
viaje, tampoco olvidan un par de latas de Coca Cola, pues muchos de ellos
opinan (para otros, es una tontería) que bebiendo este refresco los efectos de
las setas desaparecen antes.
Los más temerarios, o los que los consumen borrachos, directamente
toman los hongos en el centro de la ciudad. No es raro ver por el Barrio Rojo a
grupos de 4 ó 5 chavales desternillándose, mirando a su alrededor anonadados; o
desplazándose al paso de la tortuga, muy juntos entre sí, zigzagueando como una
oruga; y pronunciando frases inconexas.
Probablemente, se encuentren por el camino a esos jóvenes
inconscientes que los amigos sacan en volandas de lugares como la cafetería del
Bulldog, inertes tras haber sobrepasado su límite de fume de marihuana. La
imagen es frecuente; y también se extiende a los pubs de las calles principales
del Barrio Rojo, donde tan pronto se puede ver a un grupo de eufóricos ingleses
vociferar el estribillo de “Ruby”, de los Kaiser Chiefs; como a un chaval en
camiseta de manga corta, dormido y con el pantalón lleno de vómito recostado en
las escaleras de entrada. La mayoría de los afectados, despertará a las pocas
horas, sin consecuencias físicas aparentes. A los más autodestructivos -casos
aislados-, los llevarán al hospital; y ahí será cuando el Estado neerlandés
tendrá que abrir la cartera para subsanar los desperfectos de las drogas
legales.
Al día siguiente, todo seguirá igual en el Barrio Rojo de
Amsterdam. A las 10 de la mañana abrirán los coffee shops y a las 12 los bares
y pubs. Algunos de los burdeles de Oudezijds Voorburgwal, donde por la noche
vendían su cuerpo bellas mujeres de cuerpos esculturales, estarán ocupados por
cincuentonas o travestis de sempiterno cigarro en la mano. Los señores alemanes
de gorra azul, camiseta blanca, riñonera, cámara de fotos y mapa en la mano
esperarán pacientemente a que el camión que limpia las calles con agua acabe su
tarea para continuar su recorrido. En las mesas de los pubs donde por la noche
tomaban el aire los más narcotizados se alternarán los tercios de Grolsch y los
vasos de té y café. Y, cuando toquen las en punto y las y media, las campanas
de la torre de Oude Kerk reproducirán alguna melodía de música popular
reconocible.
miércoles, 15 de mayo de 2013
lunes, 10 de diciembre de 2012
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miércoles, 25 de abril de 2012
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